El encantador de perros

Siempre vivimos en casa de mis abuelos maternos. Una de las normas no escritas era que no podíamos tener perros en casa. Así que cuando Linda, la perra de José Manuel Quesada, tuvo crías y nos ofreció una cachorra. Manuel Moreno López yo decidimos adoptarla y criarla en el solar de don Jesús. Le hicimos una pequeña choza a Blanqui delante de la antigua gañanía de las cabras de Josenito.

La madre no la había destetado del todo y venía todos los días a verla. Todavía tenía muy agudizado el instinto de protección, aunque a Manolo y a mí nos permitía acercarnos y acariciarlas. Una vez vi como Linda estaba intentando vomitar, entonces regurgitó algo de lo que había ingerido y Blanqui se lo comió con toda naturalidad. Luego averigüé en un episodio de “El hombre y la tierra”, que esta era una práctica habitual que las lobas utilizaban para ir destetando a sus crías.

José Manuel también tuvo una perra negra, llamada Violeta. Una vez descubrimos por casualidad que era capaz de bucear y buscar objetos debajo del agua. Estábamos matando el tiempo al borde del albercón chico de don Jesús. Uno de nosotros tiró un trozo de caña al estanque para ver cuánto tiempo tardaba en llenarse de ranas, cuando Violeta se tiró al estanque, atrapó la caña entre los dientes, nadó hasta la orilla y nos entregó la vara. Como no lo podíamos creer se la volvimos a lanzar y la volvió a traer varias veces. Uno de nosotros, no recuerdo quien, le tiró una piedra para ver lo que hacía. Violeta se lanzó nuevamente, llegó al lugar donde se hundió la piedra, dio varias vueltas en redondo, e inesperadamente se sumergió tratando de recuperar el objeto que le habíamos tirado.

José Manuel también me dio una cría de violeta, pero esta vez un macho llamado Forte que puse en la gañanía de mi padre detrás de la mareta grande de don Jesús. Ya de novios Tere y yo tuvimos un presa canario. Y más tarde en nuestra casa un caniche que murió de filariosis canina, es lo que tiene vivir rodeado de plataneras.

Tanta compenetración llegué a tener con los perros, que llegué a creer, pues lo oí en cierta ocasión que no me atacarían si no les demostraba miedo. Así que una vez, cuando estaba dándole balonazos a la pared del patio del instituto, se me cayó el balón donde estaba el perro de Domingo Cordero, el bedel. Aunque este pastor alemán tenía fama de fiero, se me cruzaron los cables y me dispuse a probar la teoría.

A medida que me acercaba, éste ladraba más intensamente y tiraba con fuerza de la cadena. Pero desde que traspasé la valla metálica, que separaba el patio de la casa de Domingo, el perro dejó de Ladrar y solo gruñía y daba dentadas al aire. Avancé hasta su caseta, el can sentía tanto desconcierto que me dejó coger el balón sin reaccionar. No sé cómo se trabó uno de sus dientes en la pernera del pantalón vaquero. Me asusté un poco y tiré con fuerza, el animal, sintiéndose vencedor intensificó el ataque, pero para ese entonces alcancé la puerta y a él se le acabó la cadena. Creo que la teoría funciona, aunque nunca volví a intentarlo.

Ahora ya hace tiempo que no tengo perros, su vida es más corta que la nuestra y me cansé de despedirlos.

El encantador de perros - (c) - Rito Santiago Moreno Rodríguez