La boda
Tras un noviazgo de siete años y con un contrato en prácticas de seis meses decidimos casarnos. Nos iríamos a vivir a casa de sus padres, era la más pequeña y la única chica.
Ella se haría su traje de novia y yo me compraría el mío en las rebajas. Celebraríamos el banquete en el salón de la asociación de vecinos. Mi padre aportaría una cabra y el padrino un cordero. La cocinera sería una amiga de la familia, Paquita la peninsular. La tarta nupcial la haría también el padrino que era pastelero.
Para el brindis usaríamos las copas que su madre guardaba en una vitrina del comedor. Aquellas copas de cristal tallado, que tenían una historia que se remontaba a la tataratatarabuela Sonja, habían sobrevivido a un viaje a cuba y a la guerra civil; ahora se habían quedado olvidadas encima de la furgoneta que nos traía la tarta y al arrancar se hicieron añicos.
Han pasado casi veintiocho años de aquella noche inolvidable y aún me disgusto al recordar la foto del brindis y la persecución que me hicieron por toda la sala para cortarme la corbata.