Un accidente echando un techo

Mi hermano estaba haciendo su casa y llegó el momento de echar el techo. Pidió prestado una grúa tipo winche y una hormigonera de gasoil. También solicitó ayuda a familiares y amigos, que se presentaron el sábado al amanecer en la obra.

Había suficiente personal; arriba el maestro con dos peones vertiendo el hormigón de las carretillas que se llenaban con el cacharrón; éste se subía con el winche que estaba a cargo de otra persona; el cacharrón se elevaba a una señal de quien estaba abajo, encargado de engancharlo; esto era tras llenarlo con el contenido de la hormigonera, de la que se encargaba otro individuo. También en el suelo estaban dos personas llenando los baldes de grava o arena; estos eran cargados y echados a la hormigonera por otras dos personas; Otra más se dedicaba exclusivamente a abrir y verter el cemento en la hormigonera, un saco cada vez; solo faltaba el agua; como a priori lo consideraban el trabajo más sencillo, se lo encargaron al niño, o sea, a mí.

Y ahí estaba yo recorriendo más de treinta metros cargado con dos baldes de 15 litros que sacaba del pozo. A medida que avanzaba el techo, el pozo estaba cada vez más vacío y tenía que alongarme cada vez más apoyándome en las costillas para poder sacar los baldes llenos. A todo eso, a veces tenían que esperar por mí y no paraban de meterme prisa. A lo largo de la mañana iban llegando rezagados que sustituían a los otros; pero nadie se acordaba del niño.

Por fin se subió el último cacharrón. Estaba tan agotado que me temblaba todo el cuerpo y apenas tenía fuerzas en las manos. Fui a asearme un poco y me puse mi inseparable chaqueta de pana porque de repente me entró mucho frío.

Llegó el momento del banquete. Al parecer al cocinero que había preparado la comida no le gustaba la carne, y no se le había ocurrido preparar nada para él.

Mi hermano pretendía que yo me levantase de la mesa y fuese a la tienda a comprar una lista de cosas para que comiese el cocinero. Yo que estaba agotado me negué más veces que San Pedro en la pasión de Jesús. Él insistía en tono amenazante.

Entonces cogí la lista y salí; pero en un acto de rebeldía de un adolescente de quince años, no fui a la tienda; sino que estaba dispuesto a volver caminando a mi casa. Por suerte pasó mi cuñado en su vespa y me llevó. Él también estuvo en el tajo; pero como no se quedó a comer no estaba al corriente de lo sucedido. Al final el pobre cocinero tuvo que pagar el pato.

Al cabo de unas horas llegó mi hermano a casa un poco damnificado tras el banquete. Al verme se abalanzó sobre mí cogiéndome por el cuello y golpeándome contra la pared dejándome sin respiración. Cuando pude respirar de nuevo grité: Hijo de… insultándole a él y a toda la familia con una sola frase.

Él reaccionó tirándome de una oreja y desprendiéndola parcialmente al levantarme del suelo. Cuando empecé a sangrar profusamente, reaccionó y me soltó. Entonces mi madre pudo acercarse y curarme la oreja; pero no así la relación con mi hermano. Estuvimos sin hablarnos casi dos años; solo accedí a dirigirle de nuevo la palabra cuando se fue a casar, y por petición expresa de mi madre. Ahora somos incluso vecinos. Lo único que lamento es el insulto que lancé en aquel momento y ver la cara de mi madre al oírlo salir de mis labios.

Un accidente echando un techo - © - Rito Santiago Moreno Rodríguez